Veneración y rechazo de la palabra de Dios. (Fragmento de Tren nocturno a Lisboa-Pascal Mercier)

No quiero vivir en un mundo sin catedrales. Necesito su belleza y su grandeza. Las necesito contra la vulgaridad del mundo.
Quiero levantar la vista hacia las ventanas luminosas  de las iglesias y dejarme cegar por sus colores sobrenaturales. Necesito su brillo. Lo necesito contra el color sucio y monocromo de los uniformes.
Quiero dejarme envolver por la frescura de las iglesias. Necesito su imperioso silencio. Lo necesito contra el griterío banal de los cuarteles y el parloteo ocurrente de sus simpatizantes. […]
Amo a los seres que rezan. Necesito su mirada. La necesito contra el veneno traicionero de lo superficial y lo irreflexivo.
Quiero leer las poderosas palabras de la Biblia. Necesito la increíble fuerza de su poesía. La necesito contra el descuido del idioma y la dictadura de las consignas.
Un mundo sin todo esto sería un mundo en el que no querría vivir; hay también otro mundo en el que no querría vivir: el mundo en el que se demoniza el cuerpo y el pensamiento independiente se rotula de pecado a las cosas que pertenecen a lo mejor que podemos experimentar. Un mundo en el que se nos exige sentir amor por los tiranos, los torturadores y los asesinos alevosos, ya sea que de las pisadas de sus botas resuenen con eco ensordecedor por las calles o que, con silencio felino como sombras cobardes, se deslicen por las calles y ataquen a sus víctimas por la espalda, clavándoles el acero reluciente en el corazón. No hay nada más absurdo que exigirles a los hombres desde el púlpito que perdonen a tales seres, hasta los que amen. Aun si alguien pudiera en verdad hacerla, sería una falta a la verdad sin igual, una autonegación despiadada que sería recompensada con la deformidad más total. Ese mandamiento, ese mandamiento insensato, antinatural, de amar al enemigo fue pensado para quebrar a los hombres, para despojarlos de su valor y confianza en sí mismos, para hacerlos débiles en las manos de los tiranos, para que no se puedan encontrar la fuerza para levantarse contra ellos, por las armas si es necesario.
Venero la palabra de dios porque amo su fuerza poética. Rechazo la palabra de dios porque detesto su crueldad. Es difícil amar porque ese amor debe distinguir permanentemente entre la luminosidad de las palabras y la sujeción al yugo de las palabras poderosas de un Dios fatuo. Es difícil odiar, pues ¿Cómo puede uno permitirse odiar palabras que pertenecen a la melodía de la vida en esta parte de la tierra? ¿Palabras en las que uno ha aprendido desde muy temprano que es la veneración? ¿Palabras que fueron como un faro cuando empezamos a sentir que la vida visible no puede ser la totalidad de la vida? ¿Palabras sin las que no seríamos lo que somos?
La poesía de la palabra de dios es tan avasalladora que lo hace enmudecer todo y convierte toda contradicción en afrentas quejumbrosas. No podemos, por lo tanto, dejar a un lado la Biblia; debemos descartarla, cuando ya nos hemos hartado de las exigencias y de la esclavitud que nos condena. Desde la Biblia nos habla un Dios ajeno a la vida, sombrío, que quiere limitar el poderoso alcance de la vida humana- ese gran círculo que puede describir cuando está en libertad- al punto único e inflexible de la obediencia. Agobiados por la aflicción y cargados de los pecados, recesos de sumisión y de la indignidad de la confesión, debemos ir al encuentro de la tumba con la cruz de ceniza sobre la frente, con la esperanza tantas veces desmentida de una vida mejor a su lado ¿Cómo podría ser mejor una vida junto a alguien que antes nos ha quitado toda la alegría y libertad?
Sin embargo las palabras que de él proceden y que a él se dirigen son e una belleza cautivante! Cómo las amé cuando era monaguillo! ¡Cómo me emborracharon al brillo de las velas del altar! ¡Que claro parecía, claro como el sol, que estas palabras eran la medida de todas las cosas! ¡Que incomprensible me parecía que la gente también encontrara importantes otras palabras, cuando cada una de ellas solo podía significar una distracción indigna y la perdida de lo esencial! […]
¿Cómo podemos ser felices sin curiosidad, sin preguntas, sin dudas ni argumentos? ¿Sin la alegría de pensar?  […]
El esclavo en las galeras está encadenado, pero puede pensar lo que quiera, pero lo que él, nuestro Dios, nos exige, es que, con nuestras propias manos, llevemos nuestra esclavitud hasta lo más profundo de nuestro ser y que lo hagamos,, además por voluntad propia y con alegría. ¿Puede haber mayor escarnio?
El señor en su omnipresencia, nos observa día y noche, a cada hora, a cada minuto, cada segundo, lleva la cuenta de nuestras acciones y nuestro pensamiento; nunca nos deja en paz; no nos concede un momento en que podamos ser totalmente para nosotros. ¿Qué es un hombre sin secretos? ¿Sin pensamientos ni deseos que sólo él y ningún otro conoce? Los torturadores, aquellos de la inquisición y los de hoy, lo saben: córtale la retirada hacia su interior, no apagues nunca la luz, nunca lo dejes solo; prohíbele el sueño y el silencio: hablará. La tortura nos roba el alma; destruye la soledad con nosotros mismos, necesaria como el aire que respiramos.  ¿No pesó el señor, nuestro Dios, que con su curiosidad desenfrenada y su repugnante deseo de observarlo todo, nos estaba robando el alma un alma que, además, debe ser inmortal? […]
¿Cómo sería ser, en la eternidad, nosotros mismos sin el consuelo de ser liberados, en algún momento, de la obligación de ser nosotros mismos? No lo sabemos y es una bendición que no vayamos a saberlo nunca. Pues sí sabemos una cosa: ese paraíso de la inmortalidad sería un infierno.
Es la muerte lo que da al instante su belleza y su horror. El tiempo sólo se vuelve tiempo con la muerte. ¿Por qué no lo sabe el señor, el Dios omnisciente? ¿Por qué nos amenaza con una eternidad que sería un vacío insoportable?

No quiero vivir en un mundo sin catedrales. Necesito el brillo de sus ventanas el fresco silencio, su imperios silencio. Necesito el fluir del órgano y la sagrada plegaria de los hombres que están orando. Necesito la santidad de las palabras, la superioridad de la poesía mayor. Necesito todo esto. Pero no menos necesito la libertad y la oposición a toda crueldad. Porque una no es nada sin la otra. Y nadie quiera obligarme a elegir. 

Fragmento 
Tren nocturno a Lisboa- Pascal Mercier.

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